jueves, 1 de julio de 2010

Una revolucion francesa para los inmigrantes

La revolución francesa de 1789 inauguró el mundo de los derechos humanos. Más allá de las anécdotas, lo significativo de ese momento histórico fue que por primera vez se intentó basar un sistema político y social en el convencimiento de que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. El mundo cambió entonces. A partir de ese momento las ideas de igualdad, libertad, democracia y derechos humanos no han hecho más que crecer y asentarse. Hasta el punto de que hoy por hoy salvo algún residuo descerebrado, nadie se atreve a defender un sistema político que no se base en el reconocimiento y la garantía de los derechos esenciales de los ciudadanos.
La declaración de derechos de 1789 que se denominó “del hombre y del ciudadano” contenía dos quiebras fundamentales. La primera haber dejado fuera a la mitad de la población, a todo el género femenino, la segunda dejar sin derechos a los extranjeros. No me voy a ocupar de la primera quiebra porque ha sido debatida con más profusión que la segunda (aunque todavía quede un concepto de ciudadanía simbólicamente masculinizado) sino a la segunda quiebra que nos ocupa en este artículo. Los revolucionarios se reconocían entre sí como ciudadanos y los progresistas del mundo unidos creían en la idea de ciudadanos. Sin embargo la ciudadanía, además de constituir un horizonte idílico de igualdad, es también un concepto excluyente. Es estatus de ciudadano se utilizaba en la Roma clásica para distinguir a las personas que gozaban de la protección de las normas imperiales de los bárbaros. Los extranjeros.
En el mundo del derecho actual la ciudadanía siempre se refiere a un Estado. Así, en el mundo todos somos ciudadanos o ciudadanas, pero cada uno de su país. Se han construido sistemas razonablemente democráticos que reconocen un nivel razonable de derechos fundamentales… pero sólo a sus propios ciudadanos. La revolución francesa cuajó en los estados nación, sobre todo en Europa. Sin embargo, la revolución francesa de los extranjeros aún no ha tenido lugar.
El Tribunal Constitucional español, supuesto garante de los derechos, ha afirmado muy claramente que sólo los españoles disfrutan plenamente de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución. A los extranjeros sólo se les reconocen los derechos más íntimamente ligados con la dignidad de persona y con menor intensidad que a los nacionales. Hasta el punto de que recientemente se les ha negado que gocen de los derechos de asociación o manifestación con las mismas garantías que los españoles. Por su parte, el comisario de derechos humanos del Consejo de Europa Thomas Hammarberg acaba de publicar un informe demoledor sobre la situación jurídica de los extranjeros en Francia. En el mismo, entre multitud de vulneraciones sistemáticas de sus derechos, se señala que la administración, a la que se le piden resultados cuantitativos en materia de expulsiones “aplica la ley de una manera cada vez más mecánica y bajo un ángulo más represivo que no le permite valorar las situaciones humanas que se esconden tras cada caso”.
Efectivamente, la exclusión de los extranjeros del disfrute de los derechos humanos no se manifiesta de su manera más cruda con los nacionales de países desarrollados que deciden cambiar de residencia sino, como es evidente, con quienes procedentes de países en vía de desarrollo se ven en la obligación de emigrar por razones económicas. Paradójicamente, éstas son las personas más desprotegidas, las que a menudo carecen de la adecuada protección por parte de sus países de origen y los más vulnerables frente a diversas formas de explotación. Resulta tremendamente significativo que se les nieguen los derechos fundamentales precisamente a quienes más los necesitan: los derechos humanos han sido asimilados por los sistemas políticos occidentales de tal manera que han perdido todo su valor de transformación. No se trata de quitar valor al papel de la libertad de expresión, el derecho de huelga o el derecho a la educación en nuestro sistema político, pero no cabe duda de que hoy por hoy son los extranjeros quienes invocan sus derechos como único modo de resistencia frente al totalitarismo que los anula como personas. Y justamente a ellos se les niega.
La más reciente muestra de esta política tan inhumana hacia el exterior como aparentemente democrática hacia el interior es la directiva europea sobre los “procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio”. El título, aparentemente aséptico, no esconde de lo que se trata: de unificar criterios en la Unión Europea a la hora de expulsar a extranjeros en situación irregular. El origen de esta directiva, que ha conseguido ser conocida popularmente como “directiva de la vergüenza”, está en intentar evitar que ningún país tenga una posición más “blanda” que los demás en materia de extranjería; o sea, una forma descarada de acabar con la tolerancia frente a las personas extranjeros que se encuentran irregularmente en cualquier país de la Unión.
En un tono aparentemente aséptico, y hasta garantista, esta Directiva va desgranando una serie de facultades y obligaciones para los Estados que sonrojarían a cualquier defensor de los derechos humanos. La idea que guía toda la norma es la de que a los extranjeros irregulares (los “sin papeles” en la terminología más extendida) hay que expulsarlos de Europa. Algunas de las vulneraciones más flagrantes se encubren de modo aparentemente garantista. Así, en el colmo del absurdo, dice la directiva que el extranjero al que se expulse o se interne en un centro “podrá tener asesoramiento jurídico, representación y, en su caso, asistencia lingüística”. Sólo faltaría que no pudiera. Jurídicamente, sin embargo, lo que ese precepto implica es que el extranjero también puede no tener esa asistencia jurídica ni, siquiera, un traductor. En la europa de los derechos los extranjeros sólo “podrán” tenerlos si los Estados se los reconocen…y a nadie parece importarle que la esencia misma del concepto de derecho del hombre es que se trata de garantías que se imponen frente al poder, que constituyen ese mínimo irrenunciable que ningún gobierno ha d epoder desconocer. Para los extranjeros, no.
De manera mucho más descarada, el artículo quince de la directiva permite el internamiento de los extranjeros irregulares, incluso acordado por autoridades administrativas y por un plazo de seis meses, prorrogable por otros seis. En el artículo 6 de la declaración que votaron el 26 de agosto de 1789 en París los diputados de la Asamblea Nacional francesa se recogía el derecho a no ser encarcelado sino por haber cometido un delito y con tras decisión de un juez imparcial. Ese mismo texto se plasmó luego en la declaración de los derechos humanos que aprobaron el 10 de diciembre de 1945 las Naciones Unidas. En definitiva se trata del derecho a la libertad. El mismo que reconoce el artículo 17 de la Constitución española. Gran parte de la lucha contra el absolutismo fue la lucha contra un régimen arbitrario que, respaldado por su monopolio de la fuerza, disponía libremente de la libertad de las personas. La prohibición de la arbitrariedad del poder administrativo para privar a las personas de su libertad es el punto esencial de cualquier sistema que pretenda ser siquiera aparentemente democrático. El derecho a un abogado, como el derecho a no ser encarcelado sino por la comisión de un delito y tras una decisión judicial por parte de un Tribunal independiente forman parte del “núcleo duro” de los derechos humanos. Pues bien, este mínimo no se les reconoce en la “Europa de los derechos” a quienes no tengan pasaporte europeo.
La directiva en cuestión fue una propuesta de la Comisión, aprobado por el Consejo y finalmente por el Parlamento. Es decir, todos los órganos de gobierno de la Unión Europea han dado su consentimiento. A primera vista resulta ya reprobable la idea matriz de esta nueva norma: expulsar sistemáticamente a todos los extranjeros que hayan accedido a Europa saltándose las normas de restricción de entrada en nuestros países. Es lamentable porque supone la manifestación palpable de un modelo exclusivo de riqueza en el que el bienestar es algo exclusivo de cada Estado (con independencia de que se haya alcanzado precisamente a costa de diversos modos de explotación del resto del mundo) y que se defiende frente al modo más básico de distribución de la riqueza que es la emigración. Sin embargo posiblemente haya quien pueda llegar a apoyar la medida en base a consideraciones sobre la influencia de cada propio país en su propio bienestar. Sin embargo, ahora estamos dando un paso más en hacer evidente algo que siempre ha estado más o menos oculto, y de un sistema internacional injusto pasamos a la directa negación de los derechos humanos a los extranjeros que acuden a nuetsro paises.
La construcción de un sistema económico y de riqueza propia basado en la explotación de gran parte del mundo se ha hecho sin despertar grandes escrúpulos en nuestras poblaciones, beneficiarias de este entramado. Los ciudadanos mayoritariamente no han tomado conciencia de la humanidad de este sistema: basta , de una parte, con argumentar sobre las diversas causas del hambre y el subdesarrollo en otros países (la corrupción endémica, su propia historia, su incapacidad para crear un tejido social y productivo, etc.), de otra la canalización de los escrúpulos sociales a través de lo que se conoce como “ayuda” al desarrollo. Nuestro sistema ha sido capaz de convertir en ’solidaridad’ lo que en verdad es ‘injusticia’, hasta el punto de que los colectivos más progresistas no van, a menudo, más allá de exigir que se reinviertasiete milésimas partes de nuestro presupuesto en “colaborar” con aquellos a los que empobrecemos y explotamos para enriquecernos. Sin embargo, este sistema de ocultación que tapa conciencias y nos permite seguir siendo a la vez ricos y progresistas estalla cuando los extranjeros empobrecidos llegan a nuestras ciudades. Aquí ya cabe poco maquillaje y la respuesta, definitivamente, es la negación legal y explícita de los derechos humanos de los extranjeros. Ni más, ni menos.
La generalización del desconocimiento del valor esencial como persona de los extranjeros ha crecido en poco tiempo, a pasos siempre agigantados. Primero se les negó el derecho a la libre circulación. Después el derecho a participar en las elecciones. En ambos casos, insignes juristas nos explicaron que se trata de derechos “de los ciudadanos” pero no de las personas, vinculados a la nacionalidad. No era un argumento convincente; si alguien vive y paga impuestos en un lugar, debe tener el derecho a votar y decidir allí, so pena de ser súbdito en vez de ciudadano. Sin embargo, lo aceptamos. Nos refugiamos en nuestro pasaporte mirando a los extranjeros de refilón, en el mejor de los casos, con pena disimulada. Después les negaron el derecho a manifestarse, a crear una asociación. Y ahí ya pocos fueron los que osaron atreverse a defender esa prohibición en público, pero tampoco nadie protestó. Ahora los vamos a encerrar sin juicio y sin que hayan cometido ningún delito previsto en la ley. La espiral del desprecio a la persona crece, se justifica jurídicamente y se asimila por nuestro sistema político sin que nadie ponga en duda su deriva dictatorial.
Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos carece de Constitución. Los revolucionarios franceses definieron así la democracia. Un Estado en el que a una serie de personas, en razón de su origen, se le desconocen los derechos humanos y su valor intrínseco como persona, es una dictadura. No se trata de la dictadura de un fantoche militar sobre sus ciudadanos, sino de la terrible dictadura de los nacionales sobre los extranjeros, de la mayoría sobre el diferente, de los ricos sobre los miserables. Las declaraciones de derechos en las que históricamente basamos nuestra idea de libertad se han vuelto contra nosotros todos y sólo podemos mantener nuestro bienestar saltándonoslas. A medida que nuestros representantes políticos, en nuestro nombre, aprueban textos que lesionan flagrantemente la dignidad de las personas procedentes de otros países pero residentes entre nosotros, todos callamos y nos vamos convirtiendo en dictadores. No es que seamos cómplices, por nuestro silencio, sino autores mismos de este desmán. Es la sociedad europea en su conjunto, con la aceptación de un sistema económico que nos beneficia y por el miedo a que repartir la riqueza suponga empobrecernos, la que basa su existencia en una terrible dictadura. Su última manifestación, y por ahora la más evidente, es la aprobación de normas de este tipo, pero que nadie dude de que nuestro propio sistema social se ssutenta en el menosprecio sistemático de los derechos de los extranjeros. Los miserables habitantes de los países en desarrollo no tienen unos sindicatos que los defiendan frente a la explotación. Bien al contrario, las reglas del juego neoliberal lconsiguen que siempre sean los representantes de los trabajadores europeos los primeros en alzarse contra la deslocalizaciones, contra la bajada de aranceles, en definitiva contra todo lo que suponga repartir riqueza. La razón es evidente: no se puede iniciar el reparto de la riqueza precisamente por aquellos que menos tienen, es decir, empobreciendo a los obreros europeos. Pero en el sistema neoliberal imperante, no hay otra opción.
El problema, por tanto, es complejo. Tiene indudables raíces económicas y, en tanto que afecta a las relaciones intenacionales, no permite fácilmente soluciones individuales. Pero así y todo, es insostenible. Posiblemente, la necesaria Revolución Francesa de los extranjeros sólo sea posible a costa de acabar con un sistema político europeo basado en el libre comercio protegido y el beneficio empresarial como base del bienestar. Posiblemente sólo sea posible, además, con la debilitación de los Estados centralistas, revestidos de patriotismo y legitimados por la defensa del nacional frente al extranjero. Así que, sin duda, estamos hablando de una auténtica revolución, por más que éste no sea tiempo de revoluciones. Sin embargo, el número de brechas que soporta cualquier sistema interdependiente no e sinfinito. La vieja estrategia de abrir una brecha y colarse despacio por ella ha servido siemprepara destruir hasta las murallas más altas y más inalterable. Y sin duda cuando el sistema, que se dice basado en los derechos humanos, necesita vulnerar de manera explícita los derechos de los extranjeros para sobrevivir, ahí se está abriendo una brecha.
Si se rectifica, si se exige la garantía claramente los derechos del hombre (y de la mujer, evidentemente) tanto a los ciudadanos como a los extranjeros, si -en definitiva- somos valientes para exigir coherencia en lo pequeño, en lo evidente, se estará abriendo el camino para que lo menos evidente, lo más enorme, también sea coherente, y humano. En París, hace 220 años algunas personas empezamos a ser libre, ya va siendo hora de que compartamos esa misma libertad.

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