La revolución francesa de 1789 inauguró el mundo de los derechos
humanos. Más allá de las anécdotas, lo significativo de ese momento
histórico fue que por primera vez se intentó basar un sistema político y
social en el convencimiento de que “todos los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos”. El mundo cambió entonces. A
partir de ese momento las ideas de igualdad, libertad, democracia y
derechos humanos no han hecho más que crecer y asentarse. Hasta el punto
de que hoy por hoy salvo algún residuo descerebrado, nadie se atreve a
defender un sistema político que no se base en el reconocimiento y la
garantía de los derechos esenciales de los ciudadanos.
La declaración de derechos de 1789 que se denominó “del hombre y del
ciudadano” contenía dos quiebras fundamentales. La primera haber dejado
fuera a la mitad de la población, a todo el género femenino, la segunda
dejar sin derechos a los extranjeros. No me voy a ocupar de la primera
quiebra porque ha sido debatida con más profusión que la segunda (aunque
todavía quede un concepto de ciudadanía simbólicamente masculinizado)
sino a la segunda quiebra que nos ocupa en este artículo. Los
revolucionarios se reconocían entre sí como ciudadanos y los
progresistas del mundo unidos creían en la idea de ciudadanos. Sin
embargo la ciudadanía, además de constituir un horizonte idílico de
igualdad, es también un concepto excluyente. Es estatus de ciudadano se
utilizaba en la Roma clásica para distinguir a las personas que gozaban
de la protección de las normas imperiales de los bárbaros. Los
extranjeros.
En el mundo del derecho actual la ciudadanía siempre se refiere a un
Estado. Así, en el mundo todos somos ciudadanos o ciudadanas, pero cada uno de su
país. Se han construido sistemas razonablemente democráticos que
reconocen un nivel razonable de derechos fundamentales… pero sólo a sus
propios ciudadanos. La revolución francesa cuajó en los estados nación,
sobre todo en Europa. Sin embargo, la revolución francesa de los
extranjeros aún no ha tenido lugar.
El Tribunal Constitucional español, supuesto garante de los derechos,
ha afirmado muy claramente que sólo los españoles disfrutan plenamente
de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución. A los
extranjeros sólo se les reconocen los derechos más íntimamente ligados
con la dignidad de persona y con menor intensidad que a los nacionales.
Hasta el punto de que recientemente se les ha negado que gocen de los
derechos de asociación o manifestación con las mismas garantías que los
españoles. Por su parte, el comisario de derechos humanos del Consejo de
Europa Thomas Hammarberg acaba de publicar un informe demoledor sobre
la situación jurídica de los extranjeros en Francia. En el mismo, entre
multitud de vulneraciones sistemáticas de sus derechos, se señala que la
administración, a la que se le piden resultados cuantitativos en
materia de expulsiones “aplica la ley de una manera cada vez más
mecánica y bajo un ángulo más represivo que no le permite valorar las
situaciones humanas que se esconden tras cada caso”.
Efectivamente, la exclusión de los extranjeros del disfrute de los
derechos humanos no se manifiesta de su manera más cruda con los
nacionales de países desarrollados que deciden cambiar de residencia
sino, como es evidente, con quienes procedentes de países en vía de
desarrollo se ven en la obligación de emigrar por razones económicas.
Paradójicamente, éstas son las personas más desprotegidas, las que a
menudo carecen de la adecuada protección por parte de sus países de
origen y los más vulnerables frente a diversas formas de explotación.
Resulta tremendamente significativo que se les nieguen los derechos
fundamentales precisamente a quienes más los necesitan: los derechos
humanos han sido asimilados por los sistemas políticos occidentales de
tal manera que han perdido todo su valor de transformación. No se trata
de quitar valor al papel de la libertad de expresión, el derecho de
huelga o el derecho a la educación en nuestro sistema político, pero no
cabe duda de que hoy por hoy son los extranjeros quienes invocan sus
derechos como único modo de resistencia frente al totalitarismo que los
anula como personas. Y justamente a ellos se les niega.
La más reciente muestra de esta política tan inhumana hacia el
exterior como aparentemente democrática hacia el interior es la
directiva europea sobre los “procedimientos y normas comunes en los
Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países
que se encuentren ilegalmente en su territorio”. El título,
aparentemente aséptico, no esconde de lo que se trata: de unificar
criterios en la Unión Europea a la hora de expulsar a extranjeros en
situación irregular. El origen de esta directiva, que ha conseguido ser
conocida popularmente como “directiva de la vergüenza”, está en intentar
evitar que ningún país tenga una posición más “blanda” que los demás en
materia de extranjería; o sea, una forma descarada de acabar con la
tolerancia frente a las personas extranjeros que se encuentran
irregularmente en cualquier país de la Unión.
En un tono aparentemente aséptico, y hasta garantista, esta Directiva
va desgranando una serie de facultades y obligaciones para los Estados
que sonrojarían a cualquier defensor de los derechos humanos. La idea
que guía toda la norma es la de que a los extranjeros irregulares (los
“sin papeles” en la terminología más extendida) hay que expulsarlos de
Europa. Algunas de las vulneraciones más flagrantes se encubren de modo
aparentemente garantista. Así, en el colmo del absurdo, dice la
directiva que el extranjero al que se expulse o se interne en un centro
“podrá tener asesoramiento jurídico, representación y, en su caso,
asistencia lingüística”. Sólo faltaría que no pudiera. Jurídicamente,
sin embargo, lo que ese precepto implica es que el extranjero también
puede no tener esa asistencia jurídica ni, siquiera, un traductor. En la
europa de los derechos los extranjeros sólo “podrán” tenerlos si los
Estados se los reconocen…y a nadie parece importarle que la esencia
misma del concepto de derecho del hombre es que se trata de garantías
que se imponen frente al poder, que constituyen ese mínimo irrenunciable
que ningún gobierno ha d epoder desconocer. Para los extranjeros, no.
De manera mucho más descarada, el artículo quince de la directiva
permite el internamiento de los extranjeros irregulares, incluso
acordado por autoridades administrativas y por un plazo de seis meses,
prorrogable por otros seis. En el artículo 6 de la declaración que
votaron el 26 de agosto de 1789 en París los diputados de la Asamblea
Nacional francesa se recogía el derecho a no ser encarcelado sino por
haber cometido un delito y con tras decisión de un juez imparcial. Ese
mismo texto se plasmó luego en la declaración de los derechos humanos
que aprobaron el 10 de diciembre de 1945 las Naciones Unidas. En
definitiva se trata del derecho a la libertad. El mismo que reconoce el
artículo 17 de la Constitución española. Gran parte de la lucha contra
el absolutismo fue la lucha contra un régimen arbitrario que, respaldado
por su monopolio de la fuerza, disponía libremente de la libertad de
las personas. La prohibición de la arbitrariedad del poder
administrativo para privar a las personas de su libertad es el punto
esencial de cualquier sistema que pretenda ser siquiera aparentemente
democrático. El derecho a un abogado, como el derecho a no ser
encarcelado sino por la comisión de un delito y tras una decisión
judicial por parte de un Tribunal independiente forman parte del “núcleo
duro” de los derechos humanos. Pues bien, este mínimo no se les
reconoce en la “Europa de los derechos” a quienes no tengan pasaporte
europeo.
La directiva en cuestión fue una propuesta de la Comisión, aprobado
por el Consejo y finalmente por el Parlamento. Es decir, todos los
órganos de gobierno de la Unión Europea han dado su consentimiento. A
primera vista resulta ya reprobable la idea matriz de esta nueva norma:
expulsar sistemáticamente a todos los extranjeros que hayan accedido a
Europa saltándose las normas de restricción de entrada en nuestros
países. Es lamentable porque supone la manifestación palpable de un
modelo exclusivo de riqueza en el que el bienestar es algo exclusivo de
cada Estado (con independencia de que se haya alcanzado precisamente a
costa de diversos modos de explotación del resto del mundo) y que se
defiende frente al modo más básico de distribución de la riqueza que es
la emigración. Sin embargo posiblemente haya quien pueda llegar a apoyar
la medida en base a consideraciones sobre la influencia de cada propio
país en su propio bienestar. Sin embargo, ahora estamos dando un paso
más en hacer evidente algo que siempre ha estado más o menos oculto, y
de un sistema internacional injusto pasamos a la directa negación de los
derechos humanos a los extranjeros que acuden a nuetsro paises.
La construcción de un sistema económico y de riqueza propia basado en
la explotación de gran parte del mundo se ha hecho sin despertar
grandes escrúpulos en nuestras poblaciones, beneficiarias de este
entramado. Los ciudadanos mayoritariamente no han tomado conciencia de
la humanidad de este sistema: basta , de una parte, con argumentar sobre
las diversas causas del hambre y el subdesarrollo en otros países (la
corrupción endémica, su propia historia, su incapacidad para crear un
tejido social y productivo, etc.), de otra la canalización de los
escrúpulos sociales a través de lo que se conoce como “ayuda” al
desarrollo. Nuestro sistema ha sido capaz de convertir en ’solidaridad’
lo que en verdad es ‘injusticia’, hasta el punto de que los colectivos
más progresistas no van, a menudo, más allá de exigir que se
reinviertasiete milésimas partes de nuestro presupuesto en “colaborar”
con aquellos a los que empobrecemos y explotamos para enriquecernos. Sin
embargo, este sistema de ocultación que tapa conciencias y nos permite
seguir siendo a la vez ricos y progresistas estalla cuando los
extranjeros empobrecidos llegan a nuestras ciudades. Aquí ya cabe poco
maquillaje y la respuesta, definitivamente, es la negación legal y
explícita de los derechos humanos de los extranjeros. Ni más, ni menos.
La generalización del desconocimiento del valor esencial como persona
de los extranjeros ha crecido en poco tiempo, a pasos siempre
agigantados. Primero se les negó el derecho a la libre circulación.
Después el derecho a participar en las elecciones. En ambos casos,
insignes juristas nos explicaron que se trata de derechos “de los
ciudadanos” pero no de las personas, vinculados a la nacionalidad. No
era un argumento convincente; si alguien vive y paga impuestos en un
lugar, debe tener el derecho a votar y decidir allí, so pena de ser
súbdito en vez de ciudadano. Sin embargo, lo aceptamos. Nos refugiamos
en nuestro pasaporte mirando a los extranjeros de refilón, en el mejor
de los casos, con pena disimulada. Después les negaron el derecho a
manifestarse, a crear una asociación. Y ahí ya pocos fueron los que
osaron atreverse a defender esa prohibición en público, pero tampoco
nadie protestó. Ahora los vamos a encerrar sin juicio y sin que hayan
cometido ningún delito previsto en la ley. La espiral del desprecio a la
persona crece, se justifica jurídicamente y se asimila por nuestro
sistema político sin que nadie ponga en duda su deriva dictatorial.
Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los
derechos carece de Constitución. Los revolucionarios franceses
definieron así la democracia. Un Estado en el que a una serie de
personas, en razón de su origen, se le desconocen los derechos humanos y
su valor intrínseco como persona, es una dictadura. No se trata de la
dictadura de un fantoche militar sobre sus ciudadanos, sino de la
terrible dictadura de los nacionales sobre los extranjeros, de la
mayoría sobre el diferente, de los ricos sobre los miserables. Las
declaraciones de derechos en las que históricamente basamos nuestra idea
de libertad se han vuelto contra nosotros todos y sólo podemos mantener
nuestro bienestar saltándonoslas. A medida que nuestros representantes
políticos, en nuestro nombre, aprueban textos que lesionan
flagrantemente la dignidad de las personas procedentes de otros países
pero residentes entre nosotros, todos callamos y nos vamos convirtiendo
en dictadores. No es que seamos cómplices, por nuestro silencio, sino
autores mismos de este desmán. Es la sociedad europea en su conjunto,
con la aceptación de un sistema económico que nos beneficia y por el
miedo a que repartir la riqueza suponga empobrecernos, la que basa su
existencia en una terrible dictadura. Su última manifestación, y por
ahora la más evidente, es la aprobación de normas de este tipo, pero que
nadie dude de que nuestro propio sistema social se ssutenta en el
menosprecio sistemático de los derechos de los extranjeros. Los
miserables habitantes de los países en desarrollo no tienen unos
sindicatos que los defiendan frente a la explotación. Bien al contrario,
las reglas del juego neoliberal lconsiguen que siempre sean los
representantes de los trabajadores europeos los primeros en alzarse
contra la deslocalizaciones, contra la bajada de aranceles, en
definitiva contra todo lo que suponga repartir riqueza. La razón es
evidente: no se puede iniciar el reparto de la riqueza precisamente por
aquellos que menos tienen, es decir, empobreciendo a los obreros
europeos. Pero en el sistema neoliberal imperante, no hay otra opción.
El problema, por tanto, es complejo. Tiene indudables raíces
económicas y, en tanto que afecta a las relaciones intenacionales, no
permite fácilmente soluciones individuales. Pero así y todo, es
insostenible. Posiblemente, la necesaria Revolución Francesa de los
extranjeros sólo sea posible a costa de acabar con un sistema político
europeo basado en el libre comercio protegido y el beneficio empresarial
como base del bienestar. Posiblemente sólo sea posible, además, con la
debilitación de los Estados centralistas, revestidos de patriotismo y
legitimados por la defensa del nacional frente al extranjero. Así que,
sin duda, estamos hablando de una auténtica revolución, por más que éste
no sea tiempo de revoluciones. Sin embargo, el número de brechas que
soporta cualquier sistema interdependiente no e sinfinito. La vieja
estrategia de abrir una brecha y colarse despacio por ella ha servido
siemprepara destruir hasta las murallas más altas y más inalterable. Y
sin duda cuando el sistema, que se dice basado en los derechos humanos,
necesita vulnerar de manera explícita los derechos de los extranjeros
para sobrevivir, ahí se está abriendo una brecha.
Si se rectifica, si se exige la garantía claramente los derechos del
hombre (y de la mujer, evidentemente) tanto a los ciudadanos como a los
extranjeros, si -en definitiva- somos valientes para exigir coherencia
en lo pequeño, en lo evidente, se estará abriendo el camino para que lo
menos evidente, lo más enorme, también sea coherente, y humano. En
París, hace 220 años algunas personas empezamos a ser libre, ya va
siendo hora de que compartamos esa misma libertad.
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