Al atardecer nos cruzamos con montones de trenes abandonados sobre reailes donde crecía sin límites la hierba.Trenes muy antiguos. Incluso alguna antigua máquina de vapor. Llenaban estaciones y vías muertas a la entrada de salónica.
En cierto modo fue una premonición, porque después subimos a un viejo tren rumano que nos trajo un trocito de juventud.
Un tren tan idéntico a montones de trenes de los de antes que fue como sentirse de nuevo en casa. Me podía mover por el tren sucio y maloliente con los ojos cerrados, como si hubiera pasado antes muchas otras noches ene sos vagones. reconí cada ruido, cada oscilación y hasta el tacto de las cosas somo se reconocen los paisajes de la infancia.
El golpe de viento con olor a quemado que entra por una ventana bajada en el pasillo y te golpea la cara. El clok-clok-clok que hace el dispensador de jabón del baño al girarlo. El roce de las plataformas rugosas que tapan la unión de dos vagones y se mueven con los latigazos del tren. La tapa metálica de dentro de la taza del water que golpea metálica al ritmo del aire que se cuela por abajo. El hueco para el equipaje que hay encima de la puerta del compartimento. las paredes de formica pintadas imitando madera. El cierre sordo del pestillo que segura la puerta. Y despues, el rugido suave, el traqueteo constante y el temblor que te acuann en la litera. Oscilante. Más tarde el golpe de las llaves de los aduaneros en las puertas del pasillo, hasta llegar a la nuestra, despertándote en la frontera. Por la mañana ya, el mismo modo de llamar, con una llave, del revisor que nos avisa de que estamos a punto de llegar, y nos da los billetes.
Un reencuentro de sensaciones que, como todos los reencuentros, uno acepta como si esos trenes y todos esos roces y ruidos jamás se hubieran ido.
Felicidad.
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