jueves, 23 de julio de 2009

El molinero de Odeceixe

Metido en el papeleo de los visados para mi próximo viaje a África me he tropezado con una familia francesa que reclama sus granjas en Costa de Marfil. Mientras ellos protestaban, la mente se me escapó a la mañana que pasé hace un par de semanas con el molinero de Odeceixe
El molinero de Odeceixe hizo la guerra de África. Porque él mismo se había criado en África. Dice que en África, Portugal tuvo la ilusión de tener riquezas, territorios y negros a su servicio. De pronto todo se derrumbó, se metieron en un par de guerras estúpidas (que sólo sirvieron para ayudar a que cayera Salazar) y acabaron volviéndose a casa con lo puesto. Se queja el hombre de que ahora allí, en Angola, Cabo Verde o Mozambique, no queda ningún resto de ellos; todo se perdió.
Lo cuenta, y mientras habla mueve los engranajes del molino, para que el techo gire ligeramente y aproveche así mejor el viento. Mira de reojo la pequeña veleta que hay ahí dentro y jala de una cuerda. La madera cruje y él sigue hablando de África.
El molino estaba estropeado, casi tanto como el de la colina de enfrente. Sin embargo el Estado lo reconstruyó, reparó las vigas de madera de eucalipto, y la piedra de moler. Puso una balanza nueva a la entrada, fijó unos precios baratos para la molienda, y le puso un sueldo al molinero.
Desde lo alto de su colina ve la vega del río Seixe, los cultivos. En ese cerro el molinero tiene algo de farero. El mar está cerca, pero él se entretiene con el trasiego de tractores y remolques y camiones. Se queja apenas de que Puleva, que es empresa española, compra ahora toda la leche de las vacas de por allí. paga poco, pero pronto, y se la devuelve a ellos en sus supermercados envasada y cara. las patatas también van a españa, y los tomates y la mayoría de las verduras. Sólo el maiz se queda en la tierra, para alimentar a las vacas. Y un poquito para hacer harina que se muele en su molino.
Habla de África con cierta melancolía, pero salta a la vista que él sólo tuvo siempre melancolía de estas costas del Algarve y de su pueblo diminuto.
Un país que nos obliga a marcharnos pero no nos permite escapar, así nace la melancolía. El molinero no se deja llevar por la saudade. Ignora ese "mar salado de lágrimas" de Pessoa, tan lusitanamente triste, y salta rápidamente a los cotilleos del pueblo, que no son de amores, sino de fortunas creadas con el contrabando.
Al poco tiempo de esta charla, por casualidades de la vida, cayó en mis manos un libro de Mía Couto. Es un escritor blanco mozambiqueño. Posiblemente el mejor escritor actual de Mozambique, que escribe en un portugués simple y fluido, pero es tremendamente africano. Sus libros hablan de las vidas humildes que arrasa la guerra, de los pequeños detalles de la vida africana, de la magia y las leyendas cotidianas. Tiene una preciosa reflexión sobre los portugueses que llegaron a África, como llegó la familia del molinero de Odeceixe: "El país que tenían los obligó a viajar, pero nunca los dejó partir. A donde quiera que fueran llevaban su tierra. Su nostalgia nacía de estar lejos de sí mismos. Cuando llegaron aquí traían el dolor de todas las despedidas, como si desembarcasen de sus propias vidas. Todo nuevo paisaje les dolía porque era extraño, pero lo amaban como si amasen otro, el que quedó al otro lado del mar.”
Supongo que por eso el molinero vive rotundo y feliz, disfrutando de la vista de los huertos y los cáñaverales del río que llevan a la playa.
Se queja de que los cacharritos de barro que cuelga de las cuerdas de las aspas, y que hacen en un taller del pueblo, han subido escandalósamente de precio. Ahora cuestan a dos euros cada una. Un dineral, según él, porque se rompen a menudo. Pero las compra y las coloca.
Los cacharritos no sirven para nada, sólo para que el viento haga ruido en ellos. Sólo para alegrarle la vida al molinero africano.

1 comentario:

Ana González dijo...

Qué hermosura de relato :) Curiosamente me hablaban de esos cacharritos de barro hace unos días y leértelo me ha hecho sonreir.