jueves, 30 de octubre de 2008

Una calle para mi padre

Mañana viernes le ponen a una calle de La Pañoleta el nombre de mi padre.
Supongo que en esto nadie puede nunca ser objetivo, que el digno orgullo de cualquier hijo impide analizar ver el tema de cualquier modo que no sea con la admiración y la emoción que se le presupone a cualquier buen hijo.
Supongo también que ser hijo es una de las cosas que uno es, necesariamente, junto al resto en la vida. Uno puede ser profesor o abogado, y puede ser viajero o cooperante. Puede ser hasta político, peor por encima de todo y la vez de todo es hijo. Y a veces, no queda más remedio que hablar como hijo.
Mi padre, Rafael, fue durante treinticuatro años (34) director de la Escuela Parroquial de la Pañoleta. Llegó allí con apenas veintidós, en su primer destino como maestro nacional. Y siguió en el barrio hasta el día de su jubilación. Y ese enganche, más que nada, se debe a que la escuela parroquial de La Pañoleta siempre fue un lugar mágico.
Era una escuela unitaria, es decir, que en cada aula convivían niños de todos los niveles educativos. Había sólo tres clases: párvulos, niños y niñas. Durante más de treinta años fue así. Con clases de más de cincuenta niños entre segundo y quinto de básica. Pero la escuela no era sólo la escuela.
Cuando mi padre llegó a La Pañoleta el barrio era apenas un asentamiento ilegal. Viviendas de autoconstrucción colocadas de cualquier manera. No había acerado, ni asfalto, ni alcantarillado. Las calles eran de tierra, aunque casi siempre de barro. La Pañoleta está en la vega del Guadalquivir y es terreno casi permanentemente inundable. En esa época la única persona que empezó a luchar por el barrio fue el párroco, don Miguel Mejía (mañana inauguran también el nuevo ambulatorio del barrio, al que le han puesto el nombre de don Miguel). El párroco decidió montar una escuela y ahí llegó mi padre. Y juntos, el maestro y el cura arrimaron para sacar adelante el barrio. Consiguieron antes que nada que se construyera "el muro", un terraplén de tierra que impedía las inundaciones constantes. Después promovieron y apoyaron la asociación de vecinos del barrio. La escuela era el único equipamiento y el centro neurálgico del barrio en los animados años setenta. Hasta llegó a constituirse en ella un sindicato todavía ilegal. El primer año que la asociación de vecinos organizó una cabalgata de reyes magos, mi padre fue el rey negro.
Con el tiempo se construyó otro colegio, y hasta se consiguió algún local social, pero allí siguió Rafael, con el nuevo párroco tras la muerte de don Miguel, dale que te pego. Montones de niños, la mayoría de clase bajísima, lograron estudiar gracias a esa escuela. Una escuela donde se trasmitían valores de trabajo en grupo y se hacían asambleas semanales. Ahora, mi padre, requete jubilado dirige Caritas parroquial en el local de su antigua escuela. Todavía hoy se pasa los lunes descargando comida de camiones y los martes repartiéndola.
Uno no escribe sólo como hijo. Yo tuve la suerte de ir algunos años a esa escuela parroquial. Mis primeros recuerdos de infancia, cuando no debía tener más de cuatro años, son andando con mis botas de agua por el barro de la pañoleta, con mi maletita de plástico en la mano. En esa clase de párvulos aprendí a leer y hasta tuve la primera medionovia infantil. Recuerdo la red de pizarras que llenaban la escuela, cada curso tenía la suya, y para las explicaciones debíamos turnarnos en unos bancos situados en torno a la mesa del profesor. El índice de éxito escolar al dejar la escuela era bastante alto. A media mañana, en el recreo, llegaba un camión de leche (botellas metidas en jaulas de metal) que se repartía a todos los niños.
En verdad no es sólo la historia de mi padre, sino de mucha gente más. Maestros, curas, vecinos. Sobre todo vecinos, fueron todos juntos sacando el barrio de la marginación. Pero mi padre le dedicó y le dedica a La Pañoleta cada uno de los días de su vida, a todas horas. Apostaría seguro a que a lo largo de su vida  ha pasado muchas más horas en esa escuela que en su propia casa. Y mañana le ponen su nombre a una calle, en La Pañoleta.

6 comentarios:

Concha Caballero dijo...

Querido Pablo, he leído tu texto y sé la emoción que hay detrás, aunque la escondes. ¿Por qué le temes a los finales felices?¿por qué te parece cursi el sentimiento?
Llevas toda la razón cuando dices que somos "hijos", herederos de historias, de luchas, de contradicciones. Has tenido la enorme suerte de seguir en la rama del árbol del que naciste.Me alegro enormemente de ese reconocimiento que le dan a tu padre y también me alegro de tu alegría. Un beso

Estefanía dijo...

Heeyy !!

Supongo que en estos casos se dan felicitacionees y tal ! je je je.(Cuando me pongan una calle,lo sabré :P)
¡Enhorabuena!

ALFRED HITCOTCH dijo...

Me gusta lo que cuentas y como lo cuentas. Admiro a la gente que se dedica así a un ideal. Lo hagan bien o mal, pero lo hacen. Admirable.
Ole!!

Unknown dijo...

Enhorabuena, Joaquín. Mis felicitaciones para toda la familia... Qué bonito y qué orgullo más grande tienes que sentir. Qué labor más hermosa ha hecho tu padre y, especialmente, todos los vecinos del barrio. Y para tu padre, la satisfacción de que lo que ha hecho ha dejado fruto. ¿Qué más se puede pedir en la vida, tío? Un fortísimo abrazo para tí y todos los tuyos, Joaquín...

Unknown dijo...

Qué bonito, bicho...
fíjate, tantas vueltas tuyas por el mundo y al final nos hacemos mijitas chiquininas de emoción por una calle en la pañoleta a nombre de tu padre; a lo mejor no es siempre un poco más lejos sino cada vez un poco más cerca...

JP dijo...

Muchas gracias a tod*s, de verdad. Lo de esconder la emoción no sé de donde me viene, pero pasa. No me sale fácilmente. En todo caso, por supuesto que estoy orgulloso d emi padre y feliz. Gracias.