Últimamente se está volviendo a poner de moda que los dirigentes de
los partidos políticos llamen a los ciudadanos a echarse a la calle.
Como si fueran los ciudadanos, y no los políticos, los que no están en
la calle. Cada día aparecen decenas de nuevos llamamientos de este tipo;
por los motivos más diversos. En verdad dan voces en el vacio porque
nadie salvo sus militantes los lee, o los oye o -peor aún- se lo cree,
pero lo siguen haciendo; como si fuera parte del teatro que conlleva el
disfraz de político. Seguramente la mayoría de quienes se dedican a la
política sueña con masas de ciudadanos apáticos y sin decisión que sólo están esperando una voz de mando
y un dirigente para echarse a la calle a apoyarlos. Lo sueñan
despiertos y se creen que ellos son ese lider que los pobres curritos
necesitamos.
Si alguien está convencido de una estupidez tan grande no puede ser
por mala fe, sino porque en el fondo aún tiene metida en la cabeza la
imagen jerárquica de la sociedad que se inventaron los teóricos del
siglo diecinueve. En la época de las grandes revoluciones y el
nacimiento de los partidos políticos y del marxismo, esos teóricos
detectaron masas inmensas de ciudadanos empobrecidos, ignorantes y
sometidos que sufrían las consecuencias de un capitalismo asesino. Eran
el proletariado, la gran masa miserable que era el objetivo de cualquier
ideología política transformadora.
La
teoría de la revolución se sustenta en la idea de que aún existe esa
multitud sufriente y que -gracias a la guía unos pocos propagandistas
concienciados políticamente- algún descubrirá la luz y, como masa obrera
concienciada, se echará a la calle a cambiar el mundo en pos de sus
líderes. Ese era el sueño comunista; el que se plasma genialmente en las
películas de Eisenstein donde no hay actores protagonistas, sino
anónimos ciudadanos concienciados entre los que gracias a unos pocos se extiende, como una epidemia, la revolución.
Los teóricos marxistas gastaron mucho papel (y bosques) discutiendo
cuál debía ser la función de esa vanguardia política que sirviera de
guía al resto. Todos estaban de acuerdo en que, con líderes o sin ellos,
hacía falta una minoría consciente cuya tarea de agitación despertase a
las muchedumbres sometidas, y los militantes políticos se atribuyeron
esta tarea. El modelo socialista de partido político caló en la sociedad
y fue copiado por todos. Con el tiempo en las sociedades con democracia
electoral se instaló un modelo de partido de pocos militantes y millones de votantes.
Es el momento del auge de la ficción de la representación. Parece que
es intrínseco a este sistema el que los militantes políticos acaben
creyéndose que realmente existe aún todo un pueblo ignorante que vive a
la espera de sus ideas, de sus indicaciones o de sus órdenes. Dispuestos
a salir detrás suya cuando llegue el día.
No se dan cuenta, en primer lugar, de que la inmensa mayoría de los
ciudadanos vota con resignación; porque no hay más remedio que elegir a
alguno de los que hay. Pero con una desconfianza profunda hacia ellos y,
desde luego, sin ninguna ilusión por sus siglas. Así que poca gente hay dispuesta a seguirlos.
Pero tampoco son conscientes del mundo en que vivimos hoy. La
sociedad actual ha cambiado mucho respecto a la de hace dos siglos. En
los países “desarrollados”, si existe una masa oprimida, desde luego que
no es iletrada y que la explotación se articula esencialmente a través
del consumo. Los consumidores, impelidos a rodearse de
comodidades supuestamente imprescindibles y a entregar sustanciosos
intereses a los bancos, tienen algo de muchedumbre sometida, pero no son ignorantes ni es posible tratarlos con el paternalismo de los políticos tradicionales.
Pese a esa evidencia, cualquier búsqueda rápida por Internet muestra
centenares de llamamientos a la ciudadanía cada semana. El tono, siempre
es el mismo: “la cosa está fatal y llamamos a todos los ciudadanos a
que salgan a la calle”. Oiga. ¿Quién me llama? ¿los partidos políticos?
Resulta muy extravagante. Se presentan a las elecciones para ser ellos
quienes dirijan la sociedad, para ejercer poder sobre los demás y
aún esperan que las multitudes se echen a la calle a apoyarlos. Son unos
ilusos y encima demuestran no poca prepotencia. A fin de cuentas
quieren ser los jefes y nos piden que nosotros, que seríamos los indios,
salgamos a la calle a dar la cara por ellos. ¿Estamos locos o qué?
Por si no fuera bastante con los partidos de siempre, en las próximas
elecciones se prevé un aluvión de partidos nuevos. De todo tipo, pero
todos intentando presentar imagen de radicales. Son aspirantes a
políticos (o sea, a mandar) decididos a pescar algo en las aguas
revueltas del desencanto con los partidos tradicionales, e incurren en
el mismo error iluminado de creer que la gente se muere por apoyarlos para que manden.
Estos son los que más llamamientos hacen a que la multitud de
ciudadanos cierre filas detrás suya, y se deje mandar complacida. Y que
los voten, claro.
Todos quieren mandar, todos quieren un cargo pero ninguno se pringa
en iniciativas realmente decididas a la transformación social cotidiana,
sin tanto paternalismo. En una sociedad avanzada, donde el nivel
cultural aumenta de modo lento pero constante y donde pese a agujeros de
la sociedad del bienestar se están implantando las nuevas tecnología,
hace falta más trabajo en red, más luchas concretas, y menos
protagonismo. Las masas no van a salir a la calle para apoyar a cuatro
candidatos que se ofrecen como capitanes. La masa, si existe, necesita articularse en multitud de luchas cercanas, útiles y compartidas.
No es el momento de alternativas electorales que son más de lo mismo,
aunque sea con distinto collar, sino de iniciativas que no buscan los
votos, sino la transformación.
La única política con futuro, seguramente, es la que se hace desde
abajo y para abajo. Grupos que intercambian ideas y se organizan entre
sí para distintas batallas; pequeñas y grandes. Da igual que sea porque
construyan una biblioteca, para que no tiren un barrio, en apoyo de una
activista en huelga de hambre, para frenar un ERE en una empresa, contra
la guerra o por la conciliación laboral. La gente organizada dentro del
sistema y sin ambición de ser alcalde o diputado son las masas
actuales. Son los grupos difusos que trabajan en red los que están cambiando la sociedad:
los que frenan la guerra, crean conciencia medioambiental o consiguen
la igualdad de género. Los políticos electorales se limitan a ir
detrás, recogiendo lo que pueden del trabajo de estos grupos y
obsesionados con arañar votos, no con cambiar las cosas.
Estos políticos a la antigua, que se nos ofrecen como alternativa y
nos llaman a luchar por ellos, se van a quedar evidentemente solos en
sus llamamientos. Esperan ver acercarse una multitud que subirá las
alamedas enarbolando banderas rojas, verdes o amarillas pero en lugar de
ello sólo llegan montones de amigotes con el carnet del partido en la mano. Como ellos.
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